“Un hombre de una constancia, una habilidad y una paciencia infinitas, que se había propuesto vencer a la esposa por el cansancio de la eterna complacencia.”
— Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, p. 374 (edición Sudamericana)
¿Te has encontrado alguna vez en el lugar de quien “nunca dice no” por miedo, por estrategia o por amor mal entendido?
Decir siempre “sí” puede parecer, en la superficie, un acto de generosidad, de entrega, incluso de amor. Pero cuando ese “sí” es constante y nace de un lugar no consciente —del miedo a perder, del deseo de agradar, de evitar conflictos o del anhelo desesperado de ser querido— se convierte en una trampa silenciosa que va vaciando el vínculo de autenticidad.
Desde una mirada psicológica, esta actitud puede responder a varios mecanismos profundos. Uno de ellos es el miedo al abandono. En estas personas, el “no” se asocia inconscientemente con la amenaza de ser rechazadas o castigadas. Otro factor es la necesidad de aprobación, que lleva a la persona a buscar validación constante a través del agrado de los demás. Esta necesidad puede derivar en una supresión crónica de los propios deseos o necesidades, lo cual va erosionando la identidad.
También puede operar un mecanismo de idealización del otro: se coloca al otro en un pedestal emocional que impide el conflicto, bajo la fantasía de que decir “no” pondría en riesgo la perfección del vínculo. En algunos casos, incluso, se trata de una forma inconsciente de control emocional encubierto: la persona que siempre accede también evita exponerse, y desde esa supuesta docilidad, administra el vínculo desde una posición pasiva, pero poderosa.
Un ejemplo literario revelador de esta dinámica es Gastón, en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Su estrategia no es la confrontación, sino la pasividad como forma de desgaste: una docilidad extrema, constante, que no nace del amor sino del cálculo. Su “sí” perpetuo, en apariencia virtuoso, es en realidad una forma sofisticada de pasivo-agresividad: nunca se opone, pero tampoco se vincula desde la verdad. Así, empuja lentamente a su pareja hacia el tedio, la frustración y la retirada, sin asumir el costo emocional de un “no” frontal. Este ejemplo ilustra cómo incluso la obediencia puede ser una forma de control emocional.
Y es que decir “no” no es sinónimo de rechazo; a veces, es la forma más clara de respetarse y de amar. Amar desde la complacencia absoluta no construye intimidad, sino dependencia. El “sí” sin convicción, sin deseo, sin autenticidad, es una renuncia que poco a poco erosiona la identidad y transforma el vínculo en una fachada.
Reconocer esto no es fácil. A menudo, quienes no saben decir “no” crecieron creyendo que el conflicto es sinónimo de pérdida, que la firmeza es egoísmo o que la paz se compra con silencio. Pero la verdad es que nadie puede sostener una relación real sin decir, de vez en cuando, “esto no lo quiero”, “esto me duele”, “esto no puedo”.
Aquí volvemos al caso de Gastón: su incapacidad de decir “no” no nace del miedo, sino de una intención encubierta de desgaste. Su ejemplo muestra el reverso estratégico de la sumisión: cuando la pasividad es en realidad una forma de dominación. Gastón representa al que desaparece emocionalmente para que sea el otro quien decida irse, sin que él cargue con la culpa de la ruptura. Su “sí” perpetuo, disfrazado de bondad, vacía el vínculo de deseo, de tensión vital, de verdad. Y eso también es una forma de abandono.
Porque en el fondo, amar no es desaparecer para que el otro se quede; es atreverse a estar presente sin dejar de ser uno mismo.
Psicol. Carlos Fuenmayor