“Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes.”
— Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
¿Alguna vez has experimentado una soledad compartida, es decir, estar con alguien físicamente pero emocionalmente aislado?
La soledad compartida es una de las formas más silenciosas y profundas del vacío humano. No se trata de la ausencia del otro, sino de su presencia hueca. Está ahí, se mueve, respira, comparte la mesa, pero no toca el corazón. Desde una perspectiva psicológica, esta experiencia suele darse cuando la comunicación emocional se ha roto, pero se conserva la estructura de la convivencia. Las personas permanecen juntas por hábito, deber, miedo o comodidad, pero han dejado de habitarse mutuamente.
La rutina sustituye al diálogo, la cortesía reemplaza al afecto, y el silencio se vuelve una tercera presencia que crece entre ambos como una telaraña. El fragmento de Gabriel García Márquez lo ilustra con una potencia visual desgarradora: las telarañas que “nevaban los rosales” y “acolchonaban las paredes” no solo hablan del abandono material, sino del abandono emocional. El polvo emocional de lo no dicho, de lo que se evita por miedo o por costumbre, se acumula en los rincones de una relación que ya no florece.
Desde la psicología sistémica, este tipo de dinámica puede verse como un equilibrio disfuncional. Es decir, el sistema relacional encuentra una forma de estabilidad que evita el conflicto, pero al precio de sacrificar la vitalidad. No hay peleas, pero tampoco hay pasión ni encuentro genuino. Las personas se “autorregulan” para no herirse, pero terminan no tocándose. ¿Cuántas parejas, familias o amistades sobreviven bajo este pacto silencioso de no perturbarse, aunque eso implique no conectarse?
La soledad compartida no siempre se reconoce de inmediato. Puede tomar años, incluso décadas, para que uno de los involucrados advierta que se ha convertido en espectador de su propia relación. En muchos casos, esta desconexión emocional se justifica con frases como “así es la vida”, “todas las parejas envejecen”, o “ya no es como antes”. Pero en el fondo, lo que se ha perdido no es solo el deseo o la novedad, sino la capacidad de verse y de elegirse conscientemente.
En Cien años de soledad, los personajes están marcados por un destino cíclico que los empuja a repetir patrones de soledad heredada. La relación entre Aureliano y Fernanda no escapa a esa condena: viven bajo el mismo techo, pero su mundo interior es ajeno al del otro. Y mientras eso ocurre, las telarañas avanzan. La imagen no podría ser más exacta: el tiempo pasa, los objetos se cubren, el afecto se fosiliza.
¿Y si el mayor abandono no es irse, sino quedarse sin estar?
Tal vez esta cita no nos habla solo de Aureliano y Fernanda, sino de una trampa afectiva común: creer que la presencia física basta para sostener un vínculo. Este texto nos invita a cuestionar cuántas relaciones sobreviven por inercia, cuántas palabras no dichas están pesando en las paredes de nuestras casas, y si no será hora de barrer nuestras propias telarañas. Enfrentar la soledad compartida requiere coraje: el de hablar, el de mirar al otro con verdad, el de reconocer lo que se ha perdido y lo que aún podría reconstruirse.
Porque a veces, el primer paso para recuperar la conexión no es buscar más cerca del otro, sino atreverse a barrer dentro de uno mismo.
Psicól. Carlos Fuenmayor
Muy cierto. Y se necesita el Coraje y la Salud mental para mirar hacia adentro.
Gracias muy hermoso.
Gracias por tu comentario